La mayoría de las almas más grandes del
mundo han sido almas solitarias. La soledad parece ser uno de los precios que
el santo tiene que pagar por su santidad.
En la mañana del mundo (o deberíamos
decir, durante esa extraña oscuridad que se produjo poco después del amanecer
de la creación del hombre) esa alma piadosa, Enoc, caminó con Dios, y
desapareció, porque le llevó Dios, y, aunque no se nos dice en palabras
explícitas, una inferencia muy razonable es que Enoc caminó un sendero muy
aparte de sus contemporáneos. (Génesis 5:24).
Otro hombre solitario fue Noé, quien,
de todos los antediluvianos, halló gracia ante los ojos de Dios, y cada
fragmento de evidencia nos apunta hacia la soledad de su vida, incluso mientras
se hallaba rodeado de mucha gente. (Génesis 6:8-9).
Después, Abraham tenía a Sara y a Lot,
así como a muchos sirvientes y pastores, pero ¿quién puede leer su historia y
el comentario apostólico acerca de ella sin percibir al instante que era un
hombre "cuya alma era como una estrella y que habitó apartado de los
demás"? Hasta donde sabemos, Dios no le habló ni una sola palabra en
compañía de los hombres. Rostro inclinado en tierra y rodillas dobladas, tenía
comunión con su Dios, y la dignidad innata de este hombre le impedía asumir dicha
postura frente a otros. ¡Qué dulce y solemne fue la escena de aquella noche del
sacrificio cuando vio las antorchas de fuego en movimiento entre las piezas de
su ofrenda! Allí, él solo, con un horror de grandes tinieblas sobre él, escuchó
la Voz de Dios, y sabemos que fue un hombre marcado con el favor divino.
(Génesis 15:9-17).
Moisés también fue un hombre solitario.
Mientras que todavía se hallaba unido a la corte del Faraón, tomaba largas
caminatas él solo, y fue durante una de esas caminatas cuando vio a un egipcio
y a un hebreo peleando, y acudió al rescate de su compatriota. Después de
la ruptura resultante con Egipto, moró en aislamiento casi total en el desierto.
Allí, mientras vigilaba a sus ovejas, se le mostró la maravilla de la zarza
ardiente que no se consumía, y más tarde en la cima del Sinaí se agachó solo
para contemplar fascinado la Presencia de Dios, en parte oculta, en parte,
revelada, dentro de la nube y el fuego. (Éxodo 3:1-18, Éxodo 33:18-23).
Los profetas de los tiempos
pre-cristianos fueron muy diferentes entre sí, pero una marca que todos
tuvieron en común fue su soledad obligada. Amaban a su pueblo y se gloriaban en
la religión de sus padres, pero su lealtad al Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob, y su celo por el bienestar espiritual de la nación de Israel, los
alejaba de la multitud y los metía en largos períodos de tristeza. "Me he
convertido en un extraño para mis hermanos, y desconocido para los hijos de mi
madre", clamó uno de ellos, y, sin saberlo, habló en nombre de todos los
demás. (Job 19:13, Salmo 69:8).
Mucho más revelador que todo lo
anterior es poder observar a Aquel de quien Moisés y todos los profetas
escribieron, andar por un camino solitario rumbo a la cruz, sin que Su profunda
soledad se viera ni tantito aliviada con la presencia de las multitudes que lo
rodeaban.
Es medianoche y el fulgor de todo astro
se nubló;
Y en el jardín del olivar padece y ora
el Salvador.
Es medianoche; en soledad lucha el
Señor con el temor;
Ni Su discípulo más fiel comparte Su
mortal dolor.
Es medianoche, al Salvador lo vemos
triste sollozar;
Y sostenido por Su Dios, por nuestra
culpa agonizar. (William B. Tappan)
Murió solo en la oscuridad, oculto
a la vista del hombre mortal y aunque muchos lo vieron después Resucitado
y dieron testimonio de haberlo visto Resucitado, nadie lo vio cuando se levantó
y salió triunfante de la tumba.
Hay algunas cosas demasiado sagradas
como para que cualquier ojo, excepto el de Dios, las vea. La curiosidad, el
clamor, y el bien intencionado pero torpe esfuerzo por ayudar sólo estorba al
alma que anhela a Dios y hace difícil, si no imposible, la comunicación del
mensaje secreto de Dios al corazón del adorador.
A veces reaccionamos por medio de una
especie de reflejo religioso y repetimos diligentemente las palabras y frases
adecuadas a pesar de que no son eficaces para expresar nuestros verdaderos
sentimientos y de que carecen de la autenticidad de la experiencia personal.
Ahora bien, al oír estas verdades poco comunes, algunos se sentirán empujados a
expresar alegremente: "¡Oh, yo nunca estoy solo! Cristo dijo: 'Nunca te
dejaré ni te abandonaré, ' y: 'He aquí, yo estoy con vosotros todos los días. '
¿Cómo puedo estar solo cuando Jesús está conmigo?”
Pues bien, lo cierto es que el
testimonio anteriormente expresado (de que nunca estás solo) es demasiado
bonito para ser real. Evidentemente, dicho testimonio es lo que el hablante
piensa que debe ser verdad; no es necesariamente lo que se ha demostrado como
verdad por la prueba de la experiencia. Esta negación alegre de la soledad sólo
demuestra que el orador nunca ha caminado con Dios sin el apoyo y el aliento
que le proporcionan la sociedad. El sentido de compañerismo que él erróneamente
le atribuye a la presencia de Cristo, seguramente surge de la presencia de
gente amable. Pero siempre recuerda: tú no puedes llevar una cruz colectiva, ni
puedes llevar una cruz en compañía de otros. Aunque un hombre estuviera rodeado
por una gran multitud, su cruz es sólo suya y su cargar con dicha cruz es lo
que lo marca como un hombre aparte. La sociedad se ha vuelto en su contra, pues
de lo contrario no tendría cruz alguna. Nadie es amigo del hombre con una cruz.
"Todos,… dejándole, huyeron,” se dice del Señor mientras cargaba con Su
cruz. (Marcos 14:50).
El dolor que la soledad nos produce,
surge de la constitución de nuestra naturaleza. Dios nos hizo los unos para los
otros. El deseo de la compañía humana es completamente natural y es correcto. Pero
la soledad del cristiano resulta de su caminar con Dios en medio de un mundo
impío, un caminar que a menudo lo aparta de la comunión de los “buenos
cristianos,” tanto como de la del mundo no regenerado. Sus instintos divinos
claman por el compañerismo con otros de su clase, otros que puedan entender sus
anhelos, sus aspiraciones, su estar absorto en el amor a Cristo, pero, puesto
que dentro de su círculo de amigos hay tan poquitos que compartan sus
experiencias internas, él se ve forzado a caminar solo. Los deseos
insatisfechos de los profetas por comprensión humana provocaron que clamaran en
su dolor, y hasta el mismo Señor sufrió de la misma manera.
El hombre que ha entrado a la Presencia
divina en experiencia interior real, no encontrará muchos que lo entiendan.
Por supuesto, cierta cantidad de compañerismo social, será suya mientras
que se relaciona con personas religiosas en las actividades regulares de la
iglesia, pero la verdadera comunión espiritual será difícil de encontrar. Sin
embargo no se debe esperar que las cosas sean de otra manera. Después de todo,
él es un extraño y un peregrino, y el viaje que está emprendiendo no es con sus
pies, sino en su corazón. Él camina con Dios en el huerto de su alma, y
¿quién sino sólo Dios puede caminar con él allí? Él es de otro espíritu,
diferente al de las multitudes que pisan los atrios de la casa del Señor. Él ha
visto aquello de lo que ellos sólo han oído hablar, y él camina entre ellos tal
como Zacarías lo hizo al regresar del altar, cuando el pueblo murmuró: "Él
ha tenido una visión." (Lucas 1:22).
Entonces, el hombre verdaderamente
espiritual es de hecho algo raro. Él no vive para sí mismo, sino para promover
los intereses de Otro. Trata de persuadir a la gente a dar todo a su Señor
y no pide porción alguna para sí mismo. Él se deleita, no en ser honrado, sino
en ver a su Salvador glorificado ante los ojos de los hombres. Su gozo es ver a
su Señor promovido, y a él mismo rechazado. Él encuentra poca gente a la
que le interese hablar de lo que es el objeto supremo de su interés, por lo que
a menudo se le ve silencioso y embebido en medio de la ruidosa jerga religiosa.
Por causa de esto, se gana la reputación de ser aburrido y excesivamente serio,
por lo que el abismo entre él y la sociedad se ensancha. Él busca amigos sobre
cuyos vestidos pueda detectar el olor a mirra, áloe y casia de los palacios de
marfil (Salmo 45:8), y al hallar a muy pocos o ninguno así, él, como María de
antaño, guarda estas cosas en su corazón. (Lucas 2:19).
Y luego es su misma soledad la que lo
arroja de nuevo a Dios. "Aunque mi padre y mi madre me dejaren, el Señor
me recogerá." (Salmo 27:10). El no poder encontrar compañía humana lo
impulsa a buscar en Dios lo que no puede encontrar en ninguna otra parte.
Aprende en soledad interior lo que no podría haber aprendido en medio de la
multitud: que Cristo es el Todo y en todos, que Él nos ha sido hecho
sabiduría, justicia, santificación y redención (1ª Corintios 1:30), que en Él
tenemos y poseemos el summum bonum
(supremo bien) de la vida. (Colosenses 2:10).
Hay dos cosas que faltan por mencionar.
Una, es que el hombre santo solitario del cual hemos venido hablando no es un
hombre soberbio, ni es el santo austero que tiene la actitud de
“más-santo-que-tú,” tan amargamente satirizado en la literatura popular. Es muy
probable que sienta que él es el más pequeño de todos los hombres y quizás se
culpe a sí mismo por su propia soledad. Él quisiera compartir sus sentimientos
con los demás y abrir su corazón a algún alma con el mismo sentir que él, pero
el clima espiritual que le rodea no le favorece, por lo que permanece en
silencio y le cuenta sus penas sólo a su Dios.
La segunda cosa que falta por decir es
que el santo solitario no es un hombre tímido ni anti social que endurece su
corazón frente al sufrimiento humano y que pasa sus días sólo contemplando los
cielos. Todo lo contrario; Su soledad le hace compasivo y lo acerca a los
quebrantados de corazón, a los caídos, y a los heridos por el pecado. Precisamente
porque él está separado del mundo, es el más capaz de ayudarlos. Meister
Eckhart enseñaba a sus seguidores que si al hallarse en su tiempo devocional,
en su oración, de repente eran arrebatados hasta el tercer cielo, y en ese
momento sucedía que recordaban que una pobre viuda cerca de ellos necesitaba
alimentos, suspendieran inmediatamente su oración y fueran a cuidar de la
viuda. “Luego podrás regresar a tu oración…” Este pensamiento es típico de los
grandes maestros de la vida interior, desde los días de Pablo hasta nuestros
días.
La debilidad de muchos cristianos
modernos es que se sienten muy a gusto en el mundo, como si éste fuera su hogar.
En su esfuerzo por lograr ajustarse a la sociedad no regenerada a fin de
“ganarla para Cristo,” han perdido su carácter de extranjeros y peregrinos y se
han convertido en una parte esencial del orden moral en contra del cual fueron
enviados por Dios a protestar. El mundo los reconoce y los acepta por lo que
son y como son. Esto es lo más triste que se puede afirmar acerca de ellos. No
son solitarios, ni tampoco son santos. ~
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