Oigamos una historia que no es
una fábula, sino un testimonio real acerca de San Juan, transmitido de
generación en generación. Después de la muerte del tirano Domiciano, Juan
regresó a Éfeso desde la isla de Patmos. Siempre que solicitaban su presencia,
acudía a las ciudades vecinas de los gentiles para nombrar obispos, organizar
la Iglesia, o elegir como clérigo a uno de los designados por el Espíritu
Santo.
En cierta ocasión, se trasladó
a una de aquellas ciudades próximas —algunos incluso mencionan el nombre de
Esmirna—donde, después de haber confortado a los hermanos, mientras observaba a
quien había nombrado obispo, distinguió a un joven que destacaba por su buen
aspecto y fuerte temperamento. Señalándole, dijo al obispo: Te lo confío con
especial solicitud ante la Iglesia y Cristo, como testigos. El obispo lo acogió
e hizo la promesa, con las mismas palabras y los mismos testigos.
Juan partió hacia Éfeso y el
obispo acogió en su casa al joven que le había sido confiado; lo alimentó, lo
educó y tuvo cuidado de él hasta que, por fin, fue bautizado. Sin embargo,
después del Bautismo, el obispo disminuyó su celo y vigilancia con el joven,
porque ya estaba marcado por el sello del Señor y para él aquello representaba
una sólida garantía.
Dejado precipitadamente a
merced de su libertad, el joven fue corrompido por algunos muchachos ociosos y
de vida disoluta, habituados al mal. Primeramente lo condujeron a banquetes
suntuosos y, después, mientras salían de noche a robar, consideraron que sería
capaz de llevar a cabo con ellos empresas mayores. Se habituó a ese género de
vida y, por la vehemencia de su carácter, abandonó el recto camino como un
caballo que rompe el freno, adentrándose cada vez más en el abismo. Al fin,
renunció a la salvación divina y no se preocupó más de las cosas pequeñas; al
contrario, cometiendo un pecado muy grave, se vio perdido para siempre y siguió
la misma suerte de todos sus compañeros. Los reunió y formó una banda de
ladrones y asesinos. Él era su jefe: el más violento, el más peligroso, el más
cruel.
Pasó el tiempo y un asunto
exigió de nuevo la presencia de Juan en aquella ciudad. El Apóstol, después de
haber puesto en orden aquello que motivó su venida, dijo al obispo: Restituye
ahora el bien que Cristo y yo te habíamos confiado en depósito ante la Iglesia,
que tú presides y que es testigo. El obispo, en un primer momento, quedó
confuso: pensaba que se le acusaba injustamente de la sustracción de un dinero
que jamás había recibido, y del que no podría dar fe a Juan porque no lo tenía,
ni tampoco poner en duda su palabra. Sin embargo, en cuanto el Apóstol añadió:
Te pido que me devuelvas aquel joven, el alma de aquel hermano; el anciano, con
una gran exclamación, respondió entre lágrimas: ¡Ha muerto! ¿Cómo?, preguntó
Juan; ¿y de qué muerte? ¡Ha muerto a Dios!, contestó el obispo, pues se ha
convertido en un hombre malvado y corrupto: un ladrón, por decirlo brevemente.
Y ahora, en vez de acudir a la iglesia, vive en las montañas con una banda de
hombres semejantes a él.
El Apóstol se rasgó entonces
las vestiduras y, golpeándose la cabeza, dijo entre sollozos: ¡Buen custodio
del alma de su hermano, he dejado! ¡Enviadme enseguida un caballo y que alguien
haga de guía!
Y al instante partió de la
Iglesia rápidamente al galope. Nada más al llegar, fue capturado por la guardia
de los bandidos, pero no intentó huir, ni suplicar, tan sólo les gritó: ¡He
venido para esto; llevadme a vuestro jefe! Él, mientras tanto, le esperaba
armado, pero al reconocerle, quedó avergonzado y huyó. El Apóstol siguió tras
de él con todas sus fuerzas sin tener en cuenta su edad, y le gritó: ¿Por qué
huyes, hijo? ¿Por qué escapas a tu padre, viejo y desarmado? Ten piedad de mí,
hijito, no tengas miedo. Tienes todavía una esperanza de vida. Yo daré cuentas
al Señor por ti. Si es necesario, aceptaré la muerte, como el Señor lo hizo por
nosotros; daré mi vida por la tuya. ¡Detente; ten confianza: Cristo me ha
enviado!
Al escuchar estas palabras, se
detuvo. Bajó los ojos, tiró las armas y comenzó a llorar amargamente,
temblando. Después, abrazó al anciano que estaba a su lado, mientras, entre
sollozos, le pedía perdón: así, fue bautizado por segunda vez con lágrimas. Sin
embargo, ocultaba su mano derecha. San Juan se constituyó en responsable, confirmando
con juramento que había obtenido el perdón por parte del Salvador y, orando, se
arrodilló y le besó la mano derecha, ya purificada por el arrepentimiento.
A continuación, le condujo de
nuevo a la Iglesia, e intercediendo con abundantes oraciones y luchando juntos
con ayunos continuos, cautivó la mente del joven con los innumerables encantos
de sus palabras. Según los testimonios, no se retiró hasta haberlo introducido
de nuevo en el seno de la Iglesia, dando así un gran ejemplo de penitencia, una
prueba enorme de cambio de vida, un trofeo de conversión manifiesta.
Clemente
de Alejandría
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