Los crímenes secretos atribuidos a los
cristianos:
Dicen que somos los mayores de los
criminales a causa del rito de infanticidio y del alimento que de él tomamos, y
del in-cesto a que nos entregamos después del banquete, incesto que nos preparan,
dicen, unos perros, verdaderos alcahuetes de las tinieblas, entrenados en
derribar las luces para que por lo me-nos haya vergüenza en esas orgías impías.
Se dice, pero, a pesar de que hace
tanto tiempo que se dice, nunca os habéis preocupado de comprobarlo. Pues bien,
comprobadlo si lo creéis, o no lo creáis si no lo comprobáis. De vuestra
negligencia en hacerlo se sigue contra vosotros que no existe aquello que ni
vosotros mismos os atrevéis a comprobar. Muy distinta a la usual es la tarea
que imponéis al verdugo en relación con los cristianos: no que digan lo que
hacen, sino que nieguen lo que son.
El origen de esta escuela, como ya
hemos hecho saber, se re-monta a Tiberio. La verdad nació unida al odio contra
ella: así que apareció, fue una enemiga. Tiene tantos enemigos como extraños, y
de modo especial, los judíos por animosidad, los soldados por la necesidad de
exacciones, nuestros mismos parientes por naturaleza. Todos los días somos
asediados, todos los días traicionados, y a menudo somos sorprendidos hasta en
nuestras mismas reuniones y asambleas. ¿Quién, llegando así de improviso, ha
oído nunca los lloros de un recién nacido? ¿Quién ha podido conservar para el
juez los labios de estos cíclopes y de estas sirenas cubiertos de sangre como los
encontró? ¿Quién, ni siquiera en su mujer, ha encontrado algún rastro inmundo?
¿Quién, habiendo descubierto unos crímenes tan graves, los ha cubierto o ha
vendido su silencio, al mismo tiempo que arras traba a sus autores a los
tribunales? Si siempre estamos escondidos ¿cuándo han salido a la luz los
crímenes que cometemos?
Aún más, ¿quién los ha podido delatar?
Los mismos culpables, seguro que no, ya que la regla de todos los misterios
impone un secreto inviolable. Los misterios de Samotracia y de Eleusis callan;
¿cómo no callarán aun más los que al revelarse provocarían la venganza de los
hombres mientras esperan la de Dios? Por tanto, si los cristianos no se han
delatado a sí mismos es que los han delatado los extraños. Pero ¿cómo ha
llegado a los extraños esta noticia, cuando las iniciaciones, incluidas las
piadosas, alejan a los profanos y evitan los testigos, si no es que tal vez las
que son impías tienen menos miedo?
Todos conocen la naturaleza de la fama.
Esta frase es de uno de los vuestros: Ningún
mal tan veloz como la fama. ¿Por
qué es un mal la fama? ¿Porque es veloz, porque en todo se posa, porque es muy
a menudo mentirosa? Hasta cuando aporta algo de verdad nunca es sin mezcla de
mentira, porque recorta, añade o cambia algo de la verdad. Y además es tal su
condición que sólo pervive cuando miente, pues sólo vive mientras no prueba lo
que dice. Así que lo prueba, deja de existir, y ejerciendo, por así decir, su
oficio de mensajera, transmite un hecho: desde aquel momento, es un hecho el
que se posee, un hecho que se menciona directamente: desde aquel momento ya
nadie dice, por ejemplo: «Dicen que en Roma ha ocurrido esto» o «Se dice que a
aquél le ha tocado en suerte una provincia», sino «A aquél le ha tocado en
suerte una provincia», y «En Roma ha ocurrido esto».
La fama, nombre de lo incierto, ya no
cabe donde existe la certeza. ¿Es que alguien que no sea un irreflexivo puede
creer en la fama? No, porque el prudente no cree lo incierto. Todos pueden
comprobar que, por mucho que se haya difundido y por mucho que se haya
construido con afirmaciones, es preciso que haya salido de alguien alguna vez.
Después serpentea por los canales de las lenguas y de los oídos, y así el vicio
introducido en aquella pequeña semilla hace tan obscuros los sucesivos rumores
que circulan, que nadie reflexiona ya sobre si la primera boca sembró una
mentira. Lo que a menudo ocurre gracias al ingenio del odio, o por la sospecha
arbitraria, o también por aquel gusto de mentir que no es nuevo sino innato en
algunos. Menos mal que el tiempo lo revela todo: lo atestiguan vuestros
proverbios y vuestras máximas, y es una disposición de la naturaleza divina,
que ha ordenado que nada quede oculto por mucho tiempo, incluso aquello que la
fama no ha divulgado.
Es pues natural que la fama sea, desde
hace tanto tiempo, el único testimonio de los crímenes de los cristianos. Es la
fama la que hacéis salir como denunciadora de nosotros; pues bien, todo esto
que un día lanzó y que en el curso de tantos años ha acreditado hasta
convertirlo en opinión general, no lo ha podido probar aún.
Tertuliano de Cartago
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