Una mañana que paseaba bajo los
pasillos del gimnasio, se cruzó conmigo cierto sujeto:
— ¡Salud, filósofo!, me dijo.
Y a la vez que saludaba, se dio
la vuelta y se puso a pasear a mi lado, y con él también sus amigos. Yo le
devolví el saludo:
— ¿Qué ocurre?, le contesté.
—Me enseñó en Argos Corinto el
socrático—respondió—que no se debe descuidar a los que visten hábito como el
tuyo, sino, ante todo, mostrarles estima y buscar conversación con el fin de
sacar algún provecho, pues, aun en el caso de que saliese beneficiado sólo uno
de los dos, ya sería un bien para ambos. Por eso, siempre que veo a alguien con
este hábito, me acerco a él con gusto. También los que me acompañan esperan oír
de ti algo de provecho...
— ¿Y quién eres tú, oh el mejor
de los mortales?, le repliqué, bromeando un poco.
Entonces me indicó,
sencillamente, su nombre y su raza:
—Mi nombre es Trifón, y soy
hebreo de la circuncisión que, huyendo de la guerra recientemente finalizada,
vivo en Grecia, la mayor parte del tiempo en Corinto.
— ¿Y cómo—le respondí—puedes
sacar más provecho de la filosofía que de tu propio legislador y de los
profetas?
— ¿No tratan de Dios—me
replicó—los filósofos en todos sus discursos y no versan sus disputas sobre su unicidad
y providencia? ¿Y no es objeto de la filosofía investigar acerca de Dios?
—Ciertamente—le dije—, y ésa es
también mi opinión; pero la mayoría de los filósofos ni se plantean siquiera el
problema de si hay un solo Dios o muchos, ni si tiene o no providencia de cada
uno de nosotros, pues opinan que semejante conocimiento no contribuye para nada
a nuestra felicidad (...).
Entonces él, sonriendo, dijo
cortésmente:
—Y tú ¿qué opinas de esto, qué
piensas de Dios y cuál es tu filosofía?
—Te diré lo que me parece
claro, respondí. La filosofía, efectivamente, es en realidad el mayor de los
bienes y el más precioso ante Dios, a quien nos conduce y recomienda. Y santos,
en verdad, son aquellos que a la filosofía consagran su inteligencia. Sin
embargo, qué es en realidad y por qué fue enviada a los hombres, es algo que
escapa a la mayoría de la gente; pues siendo una ciencia única, no habría
platónicos, ni estoicos, ni peripatéticos, ni teóricos, ni pitagóricos (...).
(Al llegar a este punto,
Justino explica a sus interlocutores cómo fue pasando por diversas escuelas
filosóficas en busca de la sabiduría, pero ninguna le satisfizo).
Con esta disposición de ánimo,
determiné un día refugiarme en la soledad y evitar todo contacto con los
hombres. Me dirigí a cierto paraje, no lejos del mar. Cerca ya del lugar, me
seguía a poca distancia un anciano de aspecto venerable. Me di la vuelta y
clavé los ojos en él.
— ¿Es que me conoces?,
preguntó. Contesté que no.
—Entonces, ¿por qué me miras de
esa manera?
—Estoy maravillado—dije—de que
hayas venido a parar a este mismo lugar, donde no esperaba encontrar a hombre
alguno.
—Ando preocupado—repuso él—por
unos parientes míos que están de viaje. He venido a mirar si aparecen por
alguna parte. Y a ti—concluyó— ¿qué te trae por acá?
—Me gusta—le dije—pasar así el
rato: puedo conversar conmigo mismo sin estorbo. Para quien ama la meditación
no hay parajes tan propios como éstos.
—Luego, ¿eres amigo de la idea
y no de la acción y de la verdad? ¿Cómo no tratas de ser más bien un hombre
práctico y no sofista?
— ¿Y qué mayor bien hay—le
repliqué—que demostrar cómo la idea lo dirige todo y, concebida en nosotros y
dejándonos conducir por ella, contemplar el extravío de los demás y que en nada
de sus ocupaciones hay algo sano y grato a Dios? Sin la filosofía y la recta
razón no es posible que haya prudencia (...).
(El relato continúa con las más
variadas preguntas del anciano acerca de la inmortalidad del alma, sus
capacidades, la relación de las criaturas con Dios... Justino intenta responder,
pero llega un momento en el que comprende que los filósofos no son capaces con
la sola razón de dar cuenta de todos los interrogantes que se plantean los
hombres.)
—Entonces—volví a replicar—, ¿a
quién vamos a tomar por maestro o de donde podemos sacar provecho, si ni en
éstos, como en Platón o en Pitágoras, se halla la verdad?
—Existieron hace mucho
tiempo—me contestó el viejo—unos hombres más antiguos que todos éstos tenidos
por filósofos; hombres bienaventurados, justos y amigos de Dios, que hablaron
por inspiración divina; y divinamente inspirados predijeron el porvenir, lo que
justamente se está cumpliendo ahora: son los llamados profetas.
Éstos son los que vieron y
anunciaron la verdad a los hombres, sin temer ni adular a nadie, sin dejarse
vencer de la vanagloria; sino, que llenos del Espíritu Santo, sólo dijeron lo
que vieron y oyeron. Sus escritos se conservan todavía y quien los lea y les
preste fe, puede sacar el más grande provecho en las cuestiones de los
principios y fin de las cosas y, en general, sobre aquello que un filósofo debe
saber.
No compusieron jamás sus discursos
con demostración, ya que fueron testigos fidedignos de la verdad por encima de
toda demostración. Por lo demás, los sucesos pasados y actuales nos obligan a
adherirnos a sus palabras. También por los milagros que hacían es justo
creerles, pues por ellos glorificaban a Dios Hacedor y Padre del Universo, y
anunciaban a Cristo Hijo suyo, que de Él procede. En cambio, los falsos
profetas, llenos del espíritu embustero e impuro, no hicieron ni hacen caso,
sino que se atreven a realizar ciertos prodigios para espantar a los hombres y
glorificar a los espíritus del error y a los demonios.
Ante todo, por tu parte, ruega
para que se te abran las puertas de la luz, pues estas cosas no son fáciles de
ver y comprender por todos, sino a quien Dios y su Cristo concede
comprenderlas.
Esto dijo y muchas otras cosas
que no tengo por qué referir ahora. Se marchó y después de exhortarme a seguir
sus consejos, no le volví a ver jamás. Sin embargo, inmediatamente sentí que se
encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a
aquellos hombres que son amigos de Cristo y, reflexionando sobre los
razonamientos del anciano, hallé que ésta sola es la filosofía segura y
provechosa.
De este modo, y por estos
motivos, yo soy filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo
fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador. Pues hay en ellas un no sé
qué de temible y son capaces de conmover a los que se apartan del recto camino,
a la vez que, para quienes las meditan, se convierten en dulcísimo descanso.
Ahora bien, si tú también te
preocupas algo de ti mismo y aspiras a tu salvación y tienes confianza en Dios,
como a hombre que no es ajeno a estas cosas, te es posible alcanzar la
felicidad, reconociendo a Cristo e iniciándote en sus misterios.
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