Sin anunciar y casi sin ser
detectada, ha entrado en el círculo evangélico una cruz nueva en tiempos
modernos. Se parece a la vieja cruz, pero no lo es; aunque las semejanzas son
superficiales, las diferencias son fundamentales.
Mana de esa nueva cruz una
nueva filosofía acerca de la vida cristiana, y de aquella filosofía procede una
nueva técnica evangélica, con una nueva clase de reunión y de predicación. Ese
evangelismo nuevo emplea el mismo lenguaje que el de antes, pero su contenido
no es el mismo como tampoco lo es su énfasis.
La cruz vieja no tenía nada que
ver con el mundo, para la orgullosa carne de Adán, significaba el fin del
viaje. Ella ejecutaba la sentencia impuesta por la ley del Sinaí. En cambio, la
cruz nueva no se opone a la raza humana; antes al contrario, es una compañera
amistosa y, si es entendida correctamente, puede ser fuente de océanos de
diversión y disfrute, ya que deja vivir a Adán sin interferencias. La
motivación de su vida sigue sin cambios, y todavía vive para su propio placer,
pero ahora le gusta cantar canciones evangélicas y mirar películas religiosas
en lugar de las fiestas con sus canciones sugestivas y sus copas. Todavía se
acentúa el placer, aunque se supone que ahora la diversión ha subido a un nivel
más alto, al menos moral aunque no intelectualmente.
La cruz nueva fomenta un nuevo
y totalmente distinto trato evangelistico. El evangelista no demanda la
negación o la renuncia de la vida anterior antes de que uno pueda recibir vida
nueva, predica no los contrastes, sino las similitudes; intenta sintonizar con
el interés popular y el favor del público, mediante la demostración de que el
cristianismo no contiene demandas desagradables, antes al contrario, ofrece lo
mismo que el mundo ofrece pero en un nivel más alto. Cualquier cosa que el
mundo desea y demanda en su condición enloquecida por el pecado, el evangelista
demuestra que el evangelio lo ofrece, y el género religioso es mejor.
La cruz nueva no mata al
pecador, sino que le vuelve a dirigir de nuevo en otra dirección. Le asesora y
le prepara para vivir una vida más limpia y más alegre, y le salvaguarda el
respeto hacia sí mismo, es decir, su “auto-imagen” o la “opinión de sí mismo”.
Al hombre lanzado y confiado le dice: “Ven y sé lanzado y confiado para
Cristo”. Al egoísta le dice: “Ven y jáctate en el Señor”. Al que busca placeres
le dice: “Ven y disfruta el placer de la comunión cristiana”. El mensaje
cristiano es aguado o desvirtuado para ajustarlo a lo que esté de moda en el
mundo, y la finalidad es hacer el evangelio aceptable al público.
La filosofía que está detrás de
esto puede ser sincera, pero su sinceridad no excusa su falsedad. Es falsa
porque está ciega. No acaba de comprender en absoluto cuál es el significado de
la cruz.
La cruz vieja es un símbolo de
muerte. Ella representa el final brutal y violento de un ser humano. En los
tiempos de los romanos, el hombre que tomaba su cruz para llevarla ya se había
despedido de sus amigos, no iba a volver, y no iba para que le renovasen o rehabilitasen
la vida, sino que iba para que pusiesen punto final a ella. La cruz no
claudicó, no modificó nada, no perdonó nada, sino que mató a todo el hombre por
completo y eso con finalidad. No trataba de quedar bien con su víctima, sino
que le dio fuerte y con crueldad, y cuando hubiera acabado su trabajo, ese
hombre ya no estaría.
La raza de Adán está bajo
sentencia de muerte. No se puede conmutar la sentencia y no hay escapatoria.
Dios no puede aprobar ninguno de los frutos del pecado, por inocentes o hermosos
que aparezcan ellos a los ojos de los hombres. Dios salva al individuo mediante
su propia liquidación, porque después de terminado, Dios le levanta en vida
nueva.
El evangelismo que traza
paralelos amistosos entre los caminos de Dios y los de los hombres, es un
evangelio falso en cuanto a la Biblia, y cruel a las almas de sus oyentes. La
fe de Cristo no tiene paralelo con el mundo, porque cruza al mundo de manera
perpendicular. Al venir a Cristo no subimos nuestra vida vieja a un nivel más
alto, sino que la dejamos en la cruz. El grano de trigo debe caer en tierra y
morir.
Nosotros, los que predicamos el
evangelio no debemos considerarnos agentes de relaciones públicas, enviados
para establecer buenas relaciones entre Cristo y el mundo. No debemos imaginarnos
comisionados para hacer a Cristo aceptable a las grandes empresas, la prensa,
el mundo del deporte o el mundo de la educación. No somos mandados para hacer
diplomacia sino como profetas, y nuestro mensaje, no es otra cosa que un ultimátum.
Dios ofrece vida al hombre,
pero no le ofrece una mejora de su vida vieja. La vida que El ofrece es vida
que surge de la muerte. Es una vida que siempre está en el otro lado de la
cruz. El que quisiera gozar de esa vida tiene que pasar bajo la vara. Tiene que
repudiarse a sí mismo y ponerse de acuerdo con Dios en cuanto a la sentencia
divina que le condena.
¿Qué significa eso para el
individuo, el hombre bajo condenación que quisiera hallar vida en Cristo Jesús?
¿Cómo puede esa teología traducirse en vida para él? Simplemente, debe
arrepentirse y creer. Debe abandonar sus pecados y negarse a sí mismo. ¡Que no
oculte ni defienda ni excuse nada! Tampoco debe regatear con Dios, sino agachar
la cabeza ante la vara de la ira divina y reconocer que es reo de muerte.
Habiendo hecho esto, ese hombre
debe mirar con ojos de fe al Salvador; porque de Él vendrá vida, renacimiento,
purificación y poder. La cruz que acabó con la vida terrenal de Jesús es la
misma que ahora pone final a la vida del pecador; y el poder que resucitó a
Cristo de entre los muertos, es el mismo que ahora levanta al pecador
arrepentido y creyente para que tenga vida nueva junto con Cristo.
A los que objetan o discrepan
con esto, o lo consideran una opinión demasiada estrecha, o solamente mi punto
de vista sobre el asunto, déjame decir que Dios ha sellado este mensaje con Su
aprobación, desde los tiempos del Apóstol Pablo hasta el día de hoy. Si ha sido
proclamado en estas mismísimas palabras o no, no importa tanto, pero sí que es
y ha sido el contenido de toda predicación que ha traído vida y poder al mundo
a lo largo de los siglos. Los primeros cristianos, los valdenses y los
anabaptistas han puesto aquí el énfasis, y señales y prodigios y repartimientos
del Espíritu Santo han dado testimonio juntamente con ellos de la aprobación
divina.
¿Nos atrevemos, pues, a jugar
con la verdad cuando somos conocedores de que heredamos semejante legado de
poder? ¿Intentaríamos cambiar con nuestros lápices las rayas del plano divino,
el modelo que nos fue mostrado en el Monte? ¡En ninguna manera! Prediquemos la
vieja cruz, y conoceremos el viejo poder.
A. W. Tozer
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