(¿Quién
es el rico que se salva?)
Vino corriendo uno y,
arrodillado a sus pies, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para
conseguir la vida eterna? (...). Jesús, mirándole de hito en hito, mostró
quedar prendado de él; y le dijo: una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes
y dalo a los pobres, que así tendrás un tesoro en el Cielo; y ven después, y
sígueme. A esta propuesta, entristecido el joven, marchóse muy afligido, pues
tenía muchos bienes (/Mc/10/17-22).
¿Qué es lo que le movió a la
fuga y le hizo desertar del Maestro, de la súplica, de la esperanza y de los
pasados trabajos? Lo de vende cuanto tienes. ¿Y qué quiere decir esto? No lo
que a la ligera admiten algunos. El Señor no manda que tiremos nuestra hacienda
y nos apartemos del dinero. Lo que El quiere es que desterremos de nuestra alma
la primacía de las riquezas, la desenfrenada codicia y fiebre de ellas, las
solicitudes, las espinas de la vida, que ahogan la semilla de la verdadera
Vida. Si no fuera así, los que nada absolutamente tienen, los que, privados de
todo auxilio, andan diariamente mendigando y se tienden por los caminos, sin
conocimiento de Dios y de su justicia, serían, por el mero hecho de su extrema
indigencia, por carecer de todo medio de vida y andar escasos de lo más
esencial, los más felices y amados de Dios, y los únicos que alcanzarían la
vida eterna.
Por otra parte, tampoco es cosa
nueva renunciar a las riquezas y repartirlas entre los pobres y necesitados,
pues lo hicieron muchos antes del advenimiento del Salvador: unos, para
dedicarse a las letras y por amor de la vana sabiduría; otros, a la caza de
fama y de gloria, como Anaxágoras, Demócrito y Crates.
¿Qué es, pues, lo que manda el
Señor como cosa nueva, como propio de Dios, como lo único que vivifica, y no lo
que no salvó a los anteriores? ¿Qué nos indica y enseña como cosa eximia el que
es, como Hijo de Dios, la nueva criatura? No nos manda lo que dice la letra y
otros han hecho ya, sino algo más grande, más divino y más perfecto que por aquello
es significado, a saber: que desnudemos el alma misma de sus pasiones
desordenadas, que arranquemos de raíz y arrojemos de nosotros lo que es ajeno
al espíritu. He ahí la enseñanza propia del creyente, he ahí la doctrina digna
del Salvador. Los que antes del Señor despreciaron los bienes exteriores, no
hay duda de que abandonaron y perdieron sus riquezas, pero acrecentaron aún más
las pasiones de sus almas. Porque, imaginando haber realizado algo sobrehumano,
vinieron a dar en soberbia, petulancia, vanagloria y menosprecio de los otros.
Ahora bien, ¿cómo iba el
Salvador a recomendar, a quienes han de vivir para siempre, algo que dañara y
destruyera la vida que Él promete? En efecto, puede darse el caso de que uno,
echado de encima el peso de los bienes o hacienda, no por eso mantenga menos
impresa y viva en su alma la codicia y apetito de las riquezas. Se desprendió,
sin duda, de sus bienes; pero, al carecer y desear a la par lo que dejó, será
doblemente atormentado por la ausencia de las cosas necesarias y por la
presencia del arrepentimiento. Porque es ineludible e imposible que quien
carece de lo necesario para la vida no se turbe de espíritu y se distraiga de
lo más importante, con intento de procurárselo cómo y dónde sea.
¡Cuánto más provechoso es lo
contrario! Poseer, por una parte, lo suficiente y no angustiarse por tenerlo
que buscar; y, por otra, socorrer a los que convenga. Porque, de no tener nadie
nada, ¿qué comunión de bienes podría darse entre los hombres? ¿Cómo no ver que
esta doctrina de abandonarlo todo pugnaría y contradiría patentemente a otras
muchas y muy hermosas enseñanzas del Salvador? Haceos amigos con las riquezas
de iniquidad, a fin de que, cuando falleciereis, os reciban en los eternos
tabernáculos (Lc 16, 9). Tened vuestros tesoros en los cielos, donde el orín y
la polilla no los destruyen, ni los ladrones horadan las paredes (Mt 6, 19).
¿Cómo dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo,
acoger al desamparado—cosas por las que, de no hacerse, amenaza el Señor con el
fuego eterno y las tinieblas exteriores—, si cada uno empezara por carecer de
todo eso?
(...) No deben,
consiguientemente, rechazarse las riquezas que pueden ser de provecho a nuestro
prójimo. Se llaman efectivamente posesiones porque se poseen, y bienes o
utilidades porque con ellas puede hacerse bien y para utilidad de los hombres
han sido ordenadas por Dios. Son cosas que están ahí y se destinan, como
materia o instrumento, para uso bueno en manos de quienes saben lo que es un
instrumento. Si del instrumento se usa con arte, es beneficioso; si el que lo
maneja carece de arte, la torpeza pasa al instrumento, si bien éste no tiene
culpa alguna.
Instrumento así es también la
riqueza. Si se usa justamente, se pone al servicio de la justicia. Si se hace
uso injusto, se la pone al servicio de la injusticia. Por su naturaleza está
destinada a servir, no a mandar. No hay, pues, que acusarla de lo que de suyo
no tiene, al no ser buena ni mala. La riqueza no tiene culpa. A quien hay que
acusar es al que tiene facultad de usar bien o mal de ella, por la elección que
hace; y esto compete a la mente y juicio del hombre, que es en sí mismo libre y
puede, a su arbitrio, manejar lo que se le da para su uso. De suerte que lo que
hay que destruir no son las riquezas, sino las desordenadas pasiones del alma
que no permiten hacer mejor uso de ellas. De este modo, convertido el hombre en
bueno y noble, puede hacer de las riquezas uso bueno y generoso.
Clemente
de Alejandría
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